Por Florencia Moscariello

Hay fallos que pasan sin ruido y otros que, aun en su aparente sencillez, dejan a la vista una tensión estructural del derecho ambiental argentino. La sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en la causa “Corrado Soto, Guillermo Cristian y otros c/ Los Grobos Agropecuaria SA y otros s/ acción preventiva de daños” Competencia CSJ 349/2020/CS1, del 4 de octubre de 2022 es uno de esos casos.
Un expediente que parece menor, pero que reabre un debate clave: ¿cómo se define la competencia cuando el territorio del daño no coincide con el territorio judicial?
1. Un conflicto con apariencia local (que no lo era tanto)
Un grupo de vecinos del “Corredor Santa Clara”, en el Partido de Mar Chiquita, interpuso una acción preventiva de daño ambiental —con fundamento en el art. 1711 del Código Civil y Comercial y normas concordantes—. La demanda cuestionó la “manipulación, traslado y disposición de agroquímicos —considerados residuos peligrosos conforme a la ley provincial 11.720 y la ley nacional 24.051— en las inmediaciones de dichas localidades”, con un propósito claro: proteger el ambiente y la salud de quienes habitan ese corredor.
Pero la primera discusión no fue ambiental, sino procesal:
¿quién debía entender en el caso?
El juez civil y comercial provincial se declaró incompetente: para él, la acción tenía un claro tinte interjurisdiccional, pues buscaba “precaver una eventual afectación del Mar Argentino”.
La justicia federal, en cambio, rechazó el expediente: dijo que la causa “no tenía carácter interjurisdiccional” y que no bastaba que los “eventuales daños se produjeran a escasos metros del Mar Argentino”. Citó la ley 24.922 y la Constitución provincial para reforzar la idea de dominio exclusivo de los recursos por parte de la Provincia.
Resultado: conflicto negativo de competencia. Y la pelota llegó a la Corte.
2. Lo que dijo la Corte: el asunto vuelve a la justicia local
La Corte Suprema, siguiendo el dictamen de la Procuradora Fiscal, concluyó que la causa debía tramitar ante la justicia provincial.
Para ello, partió del propio objeto de la acción: —“… que se resguarde el ambiente y la salud de las poblaciones que integran el Corredor Santa Clara… por tratarse de un único espacio geográfico-físico-biológico –bioma–”— y subrayó que “sean las autoridades locales las encargadas de valorar y juzgar” si las actividades denunciadas afectan aspectos propios del derecho provincial.
En línea con su jurisprudencia previa, el Tribunal recordó que ya había sostenido que corresponde reconocer a las autoridades locales la facultad de aplicar los criterios de protección ambiental que consideren más adecuados para el bienestar de la comunidad a la que gobiernan,así como evaluar si los actos desarrollados dentro de su territorio —en ejercicio de competencias propias— afectan ese bienestar. Este enfoque —señaló la Corte— deriva directamente del artículo 41 de la Constitución Nacional, que distribuye competencias en materia ambiental, sin que esa atribución pueda ser alterada.
Asimismo, remarcó que esa línea interpretativa fue reiterada en precedentes posteriores, en los cuales reafirmó que las jurisdicciones locales mantienen un margen de apreciación propio para regular, fiscalizar y controlar actividades con impacto ambiental en su territorio.
También subrayó que la responsabilidad por el entorno natural recae “al titular originario de la jurisdicción”.
A partir de estas premisas, el Tribunal analizó si existían elementos que justificaran la intervención de la justicia federal y concluyó que no. En palabras de la propia Corte: “no se advierte en el caso un supuesto de problemas ambientales compartidos por más de una jurisdicción” ni que “los residuos peligrosos hayan afectado o puedan afectar a las personas o el ambiente más allá de la frontera de la provincia en que se hubiesen generado”.
Su conclusión operativa fue clara: “… la contaminación denunciada, al estar circunscripta a un área geográfica determinada –Corredor Santa Clara, Provincia de Buenos Aires–, no aparece, en principio –más allá de quién ejerce jurisdicción sobre el Mar Argentino–, que, efectivamente, se haya extendido a las provincias vecinas y a su litoral marítimo”.
Sin embargo, el Tribunal dejó abierta la posibilidad de una futura revisión, al advertir que ello podría cambiar “tras una evaluación científica –cuya seriedad será examinada por el juez correspondiente–”
3. La tensión de fondo: prevención vs. prueba.
A simple vista, Corrado Soto parece un caso estrictamente competencial. Pero es algo más: expone la tensión entre el estándar probatorio que la Corte exige para habilitar la competencia federal y la lógica preventiva que estructura al derecho ambiental.
El Tribunal retoma una línea clásica, inaugurada en “Lubricentro Belgrano” (Fallos: 323:163) según la cual solo habrá competencia federal si la interjurisdiccionalidad está acreditada con “un grado de convicción suficiente”.
La traducción práctica es clara: primero demuestre que la contaminación traspasa fronteras; recién entonces evaluamos si corresponde la jurisdicción federal.
Sin embargo, esta mirada no ha sido constante. En “Municipalidad de Famaillá y Empresa San Miguel s/ Incidente de incompetencia” (Fallos 343:396) y en “N.N.s/infracción Ley 24.051-denunciante: Unidad Fiscal de Investigaciones en Materia Ambiental (UFIMA)” (Fallos 345:37) la Corte adoptó un enfoque más flexible: bastaban elementos que permitieran concluir, “con cierto grado de razonabilidad”, que la contaminación “pueda generar una afectación interjurisdiccional”.
Esta interpretación resulta más coherente con el art. 58 de la Ley24.051, que prevé la competencia federal cuando los residuos peligrosos “pudieren afectar” más allá del territorio provincial.
Es decir: la posibilidad, no la certeza.
4. Entonces… ¿puede la Corte exigir evidencia para activar la competencia federal?
Sí, puede. La pregunta relevante es otra cosa: ¿debe hacerlo cuando lo que está en juego es la tutela ambiental?
En Corrado Soto, la Corte analiza la competencia desde una matriz estrictamente procesal, sin activar el principio precautorio ni la lógica preventiva propia de la acción ejercida.
Su razonamiento se estructura sobre una secuencia de negativas: “¿daño ambiental traspasa fronteras?” NO; “¿afecta recursos federales” NO; “¿compromete bienes bajo jurisdicción nacional?”: TAMPOCO.
Ese triple “no” eleva el estándar probatorio hasta un punto difícilmente compatible con la esencia de las acciones preventivas, que justamente buscan intervenir antes de que exista evidencia plena del daño.
Y allí aflora la contradicción medular: (i) se condiciona la tutela preventiva a requisitos pensados para la responsabilidad ex post; (ii) se exige probar aquello que se intenta evitar y; en definitiva (iii) se invierte la arquitectura del derecho ambiental, que opera en la incertidumbre, no contra ella.
El resultado es una competencia federal que solo se activa después de acreditar lo que el derecho ambiental pretende evitar antes. Una paradoja perfecta.
5. Reflexión final: ¿competencia o prevención?
Corrado Soto se inscribe en una línea jurisprudencial conservadora: refuerza la autonomía provincial y privilegia la estabilidad de la arquitectura competencial tradicional. Pero ese énfasis tiene un costo: debilita la eficacia de la tutela ambiental en escenarios donde las externalidades no respetan límites geográficos.
El fallo consolida el mapa jurisdiccional histórico, pero lo hace a expensas de la mirada interjurisdiccional que reclama el derecho ambiental contemporáneo y del enfoque preventivo que articula la acción colectiva en materia ambiental.
Recordemos que el ambiente es un bien colectivo indivisible, cuya lógica ecológica funciona por continuidad, no por fragmentos. Los ecosistemas —y especialmente los biomas como el del Corredor Santa Clara— no reconocen los límites administrativos que el derecho traza. Cuando la competencia se resuelve con un criterio estrictamente territorial, se corre el riesgo de desarmar la unidad ecológica del bien protegido y de colocar fronteras jurídicas allí donde el daño, si ocurre, será necesariamente sistémico. La indivisibilidad del ambiente pide una justicia capaz de mirar más allá del mapa político.
La pregunta que deja flotando es simple, pero incómoda: ¿Qué pesa más para la Corte: la estructura competencial o la lógica preventiva del derecho ambiental?
En este caso, la Corte eligió la primera. Y el ambiente casi siempre reclama la segunda.